El viento frío rozaba mis mejillas en la noche traviesa que tiritaba bajo los pliegues de mi saco de lana. Pero ni eso ni el paraje agreste de un Guápulo olvidado, consiguieron que desvíe mi vista de una noche que reflejaba poéticamente sus estrellas en mi copa de vino hervido. Un vino, que más que hervido, se convirtió en la identidad de un Quito de altura y señorialmente helado, sobretodo estas noches que soplan contra la ciudad para jugar con los cabellos de aquellos que, despistados, olvidan las bondades naturales de este rincón del mundo. Y, hablando de rincones, en el pequeño espacio de un chaquiñán artístico y bohemio, de la calle Camino de Orellana, aledaño a la post modernidad de una ciudad desafiante y cosmopolita, se encuentra ubicado el Guápulo café arte. Un sitio que refleja, en las paredes de su pequeñez, la grandeza de una cultura pintoresca y artísticamente incansable, de trazos gruesos y manos danzantes.
En la puerta, un simpático mesero, cajero y dueño a la vez, me recibió cordial y me guió a través del bosque de sillas, mesas, pinturas, posters, artesanías, vasos, platos y dibujos hasta una pequeña terraza donde, como observatorio, miré la creación única de este país mestizo. Todo esto, mi vino hervido y un plato fuerte, lo pude disfrutar por menos de seis dólares, ¿se puede pedir algo más?